Vidas Intoxicadas
Artículo de prensa de la agencia COLPISA elaborado por Arantza Prádanos y publicado en varios diarios regionales el día 12 de mayo de 2010.
«Cada 12 de mayo los afectados de Sensibilidad Química Múltiple (SQM) y males ‘vecinos’ como la fibromialgia o la fatiga crónica reclaman en todo el mundo visibilidad, atención sanitaria pública y medios para investigación médica de estas patologías.»
Madrid, 11 may. (COLPISA, Arantza Prádanos)
De entrada se hace raro. Que te insistan en lo importante que es acudir a la cita duchado y restregado de arriba abajo con bicarbonato; nada de gel ni champú. Olvídate de la crema corporal, del desodorante y la colonia. Sobre todo de la colonia, por Dios. No te maquilles. Si acaso, un poco de aceite de oliva o de almendra para hidratar la piel. La ropa, interior, exterior, complementos, todo, lavado cuidadosamente dos veces – sin son tres, mejor-, de nuevo con bicarbonato, capaz de borrar cualquier atisbo de detergente y suavizante. Chicles, caramelos, chucherías aromatizadas, tabaco… fuera. El móvil, apagado, por favor. Al profano le puede parecer excesivo este pliego de condiciones, tiquismiquis, manías de integrista. Hasta que aparece Mª José Moya con su imponente máscara de mujer mosca y gafas de sol, opacas como boca de lobo. Si el encuentro fuera cerca de una petroquímica, bueno. En pleno campo, los pájaros trinando alrededor, impresiona.
Es una de sus contadas salidas al mundo exterior. La Fundación Alborada, especializada en enfermedades ambientales, acaba de celebrar su IV congreso a 40 kilómetros de Madrid, en un paraje bucólico; es zona libre de químicos. Un entorno amable para los afectados de Sensibilidad Química Múltiple (SQM). Y ni aun ahí pueden algunos de los asistentes prescindir de su kit básico de supervivencia, mascarilla-filtro y gafas. «Es la única vez que salgo porque la Fundación me pone un transporte especial. Este año ni siquiera he podido ir a mi revisión anual en Barcelona», explica. El Servicio Madrileño de Salud no le ha proporcionado un vehículo limpio de las sustancias químicas que alicatan toda nuestra vida y hunden en la miseria la suya; plásticos, tintes, barnices, disolventes, aromatizantes y tejidos sintéticos… El resto de sus incursiones se limitan al cajero automático de su calle «una vez al mes o cada dos meses». Incluso entonces escoge con cuidado el día, nublado o mejor lluvioso, por las calles menos frecuentadas por peatones y tráfico. Una odisea. Sus enlaces habituales con la humanidad son un asistente social y su blog en internet (mi-estrella-de-mar.blogspot.com), un pozo de información sobre la enfermedad.
Es una mujer-burbuja. Le afecta todo. Los olores, la luz, los sonidos, la comida normal, la ropa no ecológica, las emisiones electromagnéticas… Hay días malos y peores. Las crisis llegan por aparentes nimiedades, el suavizante de la ropa de un vecino tendida en el patio, el portal fregado con amoniaco. Se le van semanas sin salir de la cama. Su casa es un muestrario de trucos para crearse un ambiente aséptico hasta donde puede. Lejos queda la vida que una vez tuvo. Mª José, documentalista, fue becaria en las Cortes y luego bibliotecaria en un organismo empresarial. En 2002 la biografía se le torció. Obras en la oficina, polvo, barnices, pinturas, ambiente insalubre… un detonante clásico. Su verdugo es una enfermedad que no existe, a decir de muchos médicos. Tampoco la Organización Mundial de la Salud (OMS) la ha reconocido, ni las autoridades sanitarias de la mayoría de los países, España entre ellos. Un eclipse oficial que les convierte en fantasmas de sí mismos, forzados a una existencia de saldo, víctimas del progreso tóxico. Son pero no están.
Y sin embargo, hay decenas de miles en España. Sin cifras oficiales, las oficiosas se mueven con cautela. Especialistas como Joaquín Fernández-Solà y Santiago Nogué Xarau, ambos del Hospital Clinic de Barcelona, y otros creen que hasta un 15 por ciento de la población general «presenta mecanismos de respuesta excesiva frente a algunos estímulos químicos o ambientales». En un 5 por ciento de casos esas alteraciones devienen en una patología con distintos grados de gravedad. Hablaríamos de unas 350.000 personas. Y si solo fueran la mitad, aún serían legión.
Síntomas múltiples
La SQM es una enfermedad encubierta, cuyos síntomas más frecuentes- insuficiencia respiratoria, fatiga extrema, mareos, palpitaciones, reacción cutánea, sensibilidad aguda a los olores, a los ruidos, fotofobia, torpeza mental, dificultades motoras, digestivas, etc , etc – se solapan con los de otras afecciones también multisistémicas como la fibromialgia, la fatiga crónica y varias más que, a falta de mejor definición, se etiquetan como ambientales. Su origen es aún un enigma pero se supone que las disparan ‘traumas’ ambientales y quién sabe si influye cierta predisposición genética. En el caso de la SQM se traduce en intolerancia extrema a las sustancias químicas que nos rodean en la vida diaria. Compuestos potencialmente tóxicos presentes en el hogar -productos de limpieza y aseo, cosméticos…-, en el trabajo, en el aire, en el tráfico, en la misma comida.
Esquivar todo eso es difícil. Vivimos rodeados de organofosforados, hidrocarburos, fitosanitarios, disolventes, pesticidas, plásticos, metales pesados -hasta llevamos mercurio en los empastes dentales- que en un momento dado, sin que se sepa bien por qué, cortocircuitan el organismo entero: sistema respiratorio, digestivo, neurológico, inmunológico… No hay dos casos idénticos porque cuentan el bagaje genético de cada quien, el nivel de exposición a los tóxicos y la mayor o menor facilidad para eliminarlos. «El factor ambiental pone en jaque nuestra genética», dice la inmunóloga catalana Josepa Rigau. Cada organismo es como una botella; una vez llena, saturada de tóxicos, «se desencadena el problema», añade.
Ahí empieza el calvario y una larga peregrinación de consulta en consulta. Mª José tardó tres años en tener un diagnóstico. Pilar Muñoz-Calero, otro tanto, a pesar de ser médico ella misma. «Son enfermedades emergentes, raras. Pocos médicos en España saben diagnosticar el SQM. No hay ayudas ni investigación. No interesa», afirma. En la mayoría de los países sucede igual, aunque el mal se conoce desde hace medio siglo y abunda ya la literatura científica. El SQM sólo está reconocido en Alemania, Austria, Japón, y avanzan hacia ello Canadá y Noruega.
Muñoz-Calero dirige hoy la Fundación Alborada, donde desde septiembre tratan a pacientes en un entorno libre de tóxicos. Ella tuvo que volar al Centro de Salud Ambiental de Dallas (EEUU), la meca para estos enfermos; el mismo en el que buscaron ayuda la valenciana Elvira Roda o la vallisoletana Jennifer Sausa, que saltaron a los medios de comunicación por la intervención del constructor Francisco Hernando, ‘el Pocero’.
Antes de dar con un especialista formado, la mayoría de los ‘sensibles químicos’ recalan a su pesar en la consulta de un psicólogo o psiquiatra, a donde los remiten médicos que no sabe qué hacer con ellos. «Todavía hay quien cree que estos síndromes ambientales están en la cabeza. Es más fácil darle una pastilla al loquito y hacer como que no existe el problema», insiste Muñoz -Calero. «Es que es son enfermedades política y económicamente incorrectas», anota Raquel Montero Fraile, que apuntan al negocio más global, el de la industria química. Tratarlas, combatirlas, exige plantear una batalla hoy inimaginable.
Como tantos enfermos de SQM, Raquel se conformaría por ahora con que la Seguridad Social reconociera su dolencia y la incapacidad total que le ha generado. Y que la sanidad pública para la que trabajó, la asista. Salvo en Cataluña, donde hay algunos recursos públicos, en el resto de España la vía privada es la única opción. Y luego pelear caso por caso en los tribunales médicos y laborales. Enfermera en el hospital Gómez Ulla, de Madrid, en 2007 contrajo el virus de Epstein Barr al coger una vía a un paciente. Por ahí cree que le llegó el síndrome de fatiga crónica y, en plena caída libre, la Sensibilidad Química Múltiple. «Yo tampoco sabía lo que era», admite. Acaba de venir de casa de su suegra y un mantel lavado con detergente común le ha dado taquicardia. Aún le falta resuello, embozada detrás de la máscara, apoyada en su bastón. «He perdido 27 kilos y toda mi vida», afirma. «No puedes trabajar, dejas de ser productivo y dejas de existir». A la sangría económica -están obligados a comida orgánica, ropa ecológica, productos de aseo sin perfumes, filtros, humidificadores, mobiliario sin barnices …- y el fin de la vida laboral se suma, dolorosamente, la muerte social. «Es lo peor. Casi no puedes salir, ni venir nadie a verte», subraya. Aislamiento y rechazo. «En plena epidemia de gripe A entraba a una farmacia con la máscara puesta y se vaciaba». Sus ojos sonríen tristes.
Hoy por hoy la SQM no tiene cura. Es un mal crónico que exige a sus víctimas una vigilancia extrema y constante, una vida sin agentes químicos cerca. Existen terapias de desintoxicación e inmunización que, con tiempo, dinero, constancia y algo de suerte, permiten a algunos pacientes mejorar y llevar una existencia razonable. Mientras tanto, los afectados de Sensibilidad Química Múltiple y males ‘vecinos’ como la fibromialgia o la fatiga crónica libran otra batalla ante la opinión pública. El miércoles se celebra en todo el mundo -hay concentraciones en varias capitales españolas- el Día Internacional por su reconocimiento. La fecha recuerda el nacimiento de Florence Nightingale, la británica fundadora de la enfermería moderna; ella misma pasó casi 50 años de su vida postrada por una enfermedad paralizante similar a la fibromialgia. La OMS reconoció esta patología en 1992 después de más de una década de batalla social y científica. En España, tuvo que llegar Manuela de Madre, ex alcaldesa de Santa Coloma de Gramanet, figura emergente del socialismo catalán, a ponerle cara al mal. Los afectados de SQM esperan dejar el lado oscuro de la medicina y que su dolencia tenga, como al fin la fibromialgia, el trato clínico, científico y social que merece. «Somos fantasmas pero estamos aquí», concluye Raquel.
El enemigo está dentro
Madrid, 11 may. (COLPISA, A. P.)
Nadie puede sentirse libre de la SQM. Vivimos rodeados de químicos potencialmente tóxicos que, a fuerza de uso, se nos aparecen como normales. Sólo en la UE hay registrados más de 140 compuesto químicos. De la mayoría se desconocen sus efectos. En 2003 Greenpeace analizó el polvo doméstico de un centenar de hogares en cinco países europeos, Francia, Alemania, Eslovaquia, Italia y España. El resultado daba miedo. Laboratorios independientes del Reino Unido hallaron cinco grupos de sustancias de riesgo potencial para la salud. Alquifenoles -usados en cosméticos y productos de higiene personal-, capaces de alterar el sistema endocrino; ésteres de ftalato, usados para ablandar plásticos y peligrosos para el sistema reproductor; compuestos organoestánnicos, estabilizadores del PVC y acaricidas, dañinos para el sistema inmunológico; sustancias químicas bromadas que atacan al tiroides, y parafinas cloradas, usadas en plásticos, pinturas y gomas, carcinógenas. De media, cada gramo de polvo analizado contenía un miligramo de los cinco grupos citados, así como otras sustancias químicas artificiales, incluidos pesticidas.
Un año después WWF certificó la presencia de sustancias tóxicas en la sangre de 14 ministros de Medio Ambiente europeos y altos cargos de sus departamentos dentro de la campaña ‘Detox’. De las 103 sustancias de siete familias químicas analizadas, 52 estaban presentes en la sangre de los responsables del ministerio español, dirigido entonces por Cristina Narbona. Ella, por cierto, dio los niveles más altos de contaminación química, por compuestos como organoclorados, ftalatos, retardantes etc,, presentes en alimentos, plásticos, productos de limpieza, pesticidas e incluso en aguas con sistemas deficientes de depuración.
En 2006 la UE aprobó su legislación REACH, que obliga a la industria química a registrar todos sus compuestos y certificar sus efectos potenciales sobre la salud humana y los ecosistemas. «Es un buen instrumento pero se ha avanzado poco en su implantación», dice Sara del Río, de Greenpeace. De momento, apenas se han eliminado del mercado 29 sustancias de las 1.500 sustancias químicas que debieran desaparecer. «A este ritmo se necesitarán tres siglos», concluye.